¡PERO QUE CONTENTO
ESTOY!
¡No todo está perdido! se repetía mientras cerraba la
maleta. Salió de la casa, cogió el coche y comenzó su viaje. Volvía al campo,
al sitio dónde nació y pasó su adolescencia. La vida a veces, no responde a
nuestras expectativas y entonces, es mejor cambiar el destino.
Los árboles, las montañas, le dieron la bienvenida de una
manera cálida y sosegada. Conforme consumía km, sus angustias y sus miedos se
fueron quedando atrás. Un indicador señalaba un pueblo: “Pontones. Nacimiento
del Rio Segura”. Cambió su rumbo y se
dirigió allí.
El olor a pan y a dulces del pueblo le devolvió su niñez.
Compró tortas de anís y piropeó a la vendedora, que con una sonrisa le dijo:
-Gracias. Pero vos
sois…un poco malote.
Él le devolvió la sonrisa y se comió una torta, deleitándose
con el sabor del ajonjolí que
crujía en su boca. El camino le esperaba y fue a su encuentro, y el silencio le
abrazó con dulzura. Un campo de flores silvestres le regaló olores y colores
que colmaron de ilusión su corazón. Aceleró el paso para encontrarse con el
Segura, que bajaba convertido en un torrente
y le saludaba con el tintinar
del agua.
Se sintió niño de nuevo y comenzó a correr, corría contra el
tiempo para recuperar…no sabía qué. Llegó jadeante al nacimiento del rio y
descubrió que lo estaba esperando, a él, sólo a él. Se sentó a contemplar el
estanque, su contorno redondeado, su agua transparente. Como nadie le veía, le dio
un beso lábil al árbol que lo cobijaba. Cuando se miró hacia dentro,
descubrió que ya no era el mismo.
Se quedó mirando el estanque. Su forma le recordaba a una
placenta humana, que le invitaba a
meterse en ella. Vio como salían burbujas
del fondo y provocaban un inapreciable oleaje.
Un cartel decía: “Prohibido bañarse”.
Miró hacia todos lados. No había nadie. Sus ojos se
volvieron chispeantes, sus
manos parecían tirillas que
corrían de un lado a otro. El rio, zalamero,
le llamaba.
Olvidó el cartel y desnudo, se sumergió en el agua.