jueves, 13 de junio de 2013

SECRETOS QUE NO ME LLEVERÉ A LA TUMBA



Los cuatro hombres se acomodaron en la estancia para poder escuchar a sus esposas y que nada delatara su presencia. Una mesa, preparada con esmero, esperaba pacientemente la llegada de cinco mujeres.
Su entrada llenó el aire de perfumes, inundando toda la casa de un olor penetrante. Lucían sus mejores galas, escaparates vivientes de perlas que las abrazaban, pulseras de oro a las que les faltaban brazos, anillos que cubrían sus manos, pendientes que parecían caer por exceso de peso. Estaban nerviosas, con 75 años a sus espaldas y dispuestas a compartir sus secretos, esos que no querían llevarse a la tumba.
Secretos que llevan clavados en un rincón oculto de su corazón, que duelen y que cada poco tiempo intentan salir, y que a duras penas son capaces de acallar con palabras, llantos, sentimientos de culpa, de dolor, de angustia. Secretos que hacen daño y que sólo al lanzarlos al viento las dejarían en paz.
María fue la primera en tomar la palabra:
-Yo no fui virgen al matrimonio. Antes que con mi marido me acosté con otro. Él nunca lo supo, creyó que era el primero y el único. ¡Todavía me acuerdo de lo que me hizo sentir el otro!
Antonia comenzó a hablar rápidamente, sin dejar tiempo a que la sorpresa desatara la lengua de las demás:
-Yo me acosté con el cura del pueblo estando casada. Entre reuniones y oraciones hubo tiempo para todo. Mi tercer hijo no es de mi marido, es de él. Nadie lo sabe.
Carmen cogió la vez rápidamente:
-Yo le robaba a mi suegra. Vivía con nosotros y parte de la paga me la quedaba. Con ese dinero me compre todas las joyas que llevo puestas.
Josefa continuó, tras un carraspeo:
-Yo fingí ser feliz en mi matrimonio. Pero yo no lo quería. La lectura fue mi salvación, yo fui la protagonista de todas las historias que leí. Solo entonces era feliz.
Ana, la anfitriona, las miraba perpleja. Nunca creyó que fueran capaces de ser tan sinceras. Ahora era su turno:
-Ya sabéis que soy soltera, pero en mi juventud tuve dos abortos provocados y una hija que deje en el torno de un convento. No sé nada de ella. Quería vivir sola.
Cuando las mujeres acabaron de hablar, los hombres que habían permanecidos callados, se miraron perplejos. No daban crédito a lo que habían oído. La ira, la venganza y la desesperación brotaban de sus corazones. Un brindis acompañado de risas acapararon las miradas de sus maridos.
Uno de ellos dijo: ¿Qué podemos hacer?
Los otros tres le respondieron: Nada. ¿Se te ha olvidado que estamos muertos?