Los cuatro
hombres se acomodaron en la estancia para poder escuchar a sus esposas y que
nada delatara su presencia. Una mesa, preparada con esmero, esperaba
pacientemente la llegada de cinco mujeres.
Su entrada
llenó el aire de perfumes, inundando toda la casa de un olor penetrante. Lucían
sus mejores galas, escaparates vivientes de perlas que las abrazaban, pulseras
de oro a las que les faltaban brazos, anillos que cubrían sus manos, pendientes
que parecían caer por exceso de peso. Estaban nerviosas, con 75 años a sus
espaldas y dispuestas a compartir sus secretos, esos que no querían llevarse a
la tumba.
Secretos que
llevan clavados en un rincón oculto de su corazón, que duelen y que cada poco
tiempo intentan salir, y que a duras penas son capaces de acallar con palabras,
llantos, sentimientos de culpa, de dolor, de angustia. Secretos que hacen daño
y que sólo al lanzarlos al viento las dejarían en paz.
María fue la
primera en tomar la palabra:
-Yo no fui
virgen al matrimonio. Antes que con mi marido me acosté con otro. Él nunca lo
supo, creyó que era el primero y el único. ¡Todavía me acuerdo de lo que me
hizo sentir el otro!
Antonia
comenzó a hablar rápidamente, sin dejar tiempo a que la sorpresa desatara la
lengua de las demás:
-Yo me acosté
con el cura del pueblo estando casada. Entre reuniones y oraciones hubo tiempo
para todo. Mi tercer hijo no es de mi marido, es de él. Nadie lo sabe.
Carmen cogió
la vez rápidamente:
-Yo le
robaba a mi suegra. Vivía con nosotros y parte de la paga me la quedaba. Con
ese dinero me compre todas las joyas que llevo puestas.
Josefa
continuó, tras un carraspeo:
-Yo fingí
ser feliz en mi matrimonio. Pero yo no lo quería. La lectura fue mi salvación,
yo fui la protagonista de todas las historias que leí. Solo entonces era feliz.
Ana, la
anfitriona, las miraba perpleja. Nunca creyó que fueran capaces de ser tan
sinceras. Ahora era su turno:
-Ya sabéis
que soy soltera, pero en mi juventud tuve dos abortos provocados y una hija que
deje en el torno de un convento. No sé nada de ella. Quería vivir sola.
Cuando las
mujeres acabaron de hablar, los hombres que habían permanecidos callados, se
miraron perplejos. No daban crédito a lo que habían oído. La ira, la venganza y
la desesperación brotaban de sus corazones. Un brindis acompañado de risas
acapararon las miradas de sus maridos.
Uno de ellos
dijo: ¿Qué podemos hacer?
Los otros
tres le respondieron: Nada. ¿Se te ha olvidado que estamos muertos?